
Cuando era pequeño disfrutaba mirar los atardeceres naranja, amarillo y rojo, recuerdo pensar en lo cansado que debía sentirse el sol, quien recorría todos los días el cielo, haciendo la misma ruta con gran precisión, aunque no de manera perfecta, claro está. Algunos días se ocultaba un poco más temprano y otros del todo no salía de su casa, tal vez porque llovía y si se mojaba podría enfermar.
Cuando crecí un poco más, adopté la idea de que el sol jugaba “escondidas” con la luna, era un juego un poco aburrido, porque jamás uno descubría el escondite del otro. Esto cambió por completo cuando tenía 9 años. Los adultos conversaban sobre un fenómeno al que llamaban eclipse, lo poco común del suceso y lo perjudicial que sería para quién se atreviese a mirarlo. Yo, que nunca he sido el más arriesgado y que he preferido pedir permiso antes que pedir perdón, me vi tentado. Después de pensarlo por varios minutos y con la intención de no pensarlo más; miré al cielo, la luna se miraba tan cerca, tan grande, tan nítida, tan láctea, que para mí fue claro que ella había descubierto el escondite del sol y no lo contrario, como otros querían que lo creyera. El juego que pensé infinito había llegado a su fin y el mayor recuerdo que conservo aún de ese día, fue el miedo apabullante de regresar mi mirada a la tierra, porque según dijeron los adultos, quedaría ciego poco tiempo después de atreverme a poner los ojos en aquel encuentro tan poco casual.
Esos recuerdos inocentes y añosos regresaron mientras leía “La vuelta al mundo en 80 días”, fue casi mágico imaginar que todo aquello que leía podría ser posible, así como lo fue aquel encuentro entre la luna y el sol. Fue un viaje geográfico en el que me uní al protagonista Phileas Fogg, con la empresa de vencer al tiempo y su inevitable paso.
Julio Verne publicó “La vuelta al mundo en 80 días”, en entregas diarias para el periódico francés Le Temps, durante noviembre y diciembre de 1872. Finalmente, éstas serían recopiladas y publicadas de manera íntegra en 1873.
Este libro presenta un argumento simple y corto. Una apuesta fue el génesis de un viaje sin precedentes, que llevaría al inglés Phileas Fogg y a su mayordomo francés Picaporte, a desafiar el tiempo y tratar de recorrer el mundo en menos de 80 días.
Un buen inglés no vacila nunca cuando se trata de una cosa tan formal como una apuesta —respondió Phileas Fogg—. Apuesto veinte mil libras contra quien quiera a que yo doy la vuelta al mundo en 80 días, o menos, sean 1920 horas, o 115.200 minutos. ¿aceptáis?
Verne, Julio (1872). La vuelta al mundo en 80 días
El libro es divertido, fresco, con una narrativa sencilla, algo que los más entendidos conocen como tecno-optimista, en otras palabras, el autor propuso resolver los problemas del mundo con invenciones tecnológicas y cálculos matemáticos, tan simples como contar los días y tan complejos como proyectar la velocidad de una embarcación que dependía de los vientos (recordemos que la historia se escribió en 1872).
Pero el mar Rojo es muy caprichoso y con frecuencia proceloso, como todos los golfos largos y estrechos. Cuando el viento soplaba de la costa de Asia o la de África, el «Mongolia», de casco fusiforme tomado de través, sufría espantosos vaivenes.
Verne, Julio (1872). La vuelta al mundo en 80 días
Es inevitable sentirse como un pasajero más de los ferrocarriles y barcos, como un acompañante de Picaporte en sus travesuras y como confidente del silencio de míster Fogg. Verne plantea el recorrido entre Inglaterra, Japón y Estados Unidos, como algo tan sencillo si se tratase del año 2021, incluso la comunicación por telégrafo se nos presenta como un medio difundido en todo el mundo. Sin embargo, no fue hasta 1902 que se concluyó el tendido del cable telegráfico a través del Océano Pacífico.
La publicación de este libro fue una declaración del poder imperialista europeo y su consolidación frente a otros dominios. Alentaba el sentido de la confianza, descansando en el poder del dinero y en la cantidad de territorios conquistados. De igual forma, consagró el desarrollo de la energía de vapor, que permitiría realizar viajes con tiempos de partida y llegada predecibles; enfrentando así al hombre contra el tiempo, tal cual David y Goliat.
Verne, sin quererlo, fue el precursor de la cultura turística, mostraba los lugares como escenarios colmados de aventuras e historia. Ya no eran solo lugares de paso, sino estructuras complejas con problemas, leyes e identidad. Tal fue el impacto de esta obra, que en 1889 la estadounidense Nellie Bly emprendió la travesía imaginada por Verne, a quién pasó a visitar durante el trayecto, logrando culminarla en 75 días.

“La vuelta al mundo en 80 días” revalidaba los esfuerzos ejecutados en la realidad de la época, como la construcción del canal de Suez, la vía ferroviaria transcontinental, así como el ramal ferroviario inglés hasta la India. Verne mostró la existencia de esas rutas y las planteó como razonablemente seguras, accesibles y alcanzables. Dar la vuelta al mundo dejaba de ser una metáfora para los hombres y vigorizaba su visión antropocéntrica.
Verne creó una obra para todo público, futurista y adelantada a su época, precursora de la globalización tal cual la conocemos hoy, de hecho, dio a una mujer no europea el protagonismo y la importancia, que jamás sería dada a las mujeres de esa época.
El excéntrico caballero había desplegado en este negocio sus maravillosas cualidades de serenidad y exactitud. Pero ¿qué había ganado con esa excursión? ¿Qué había traído de su viaje? Nada, se dirá. Nada, enhorabuena, a no ser una linda mujer, que, por inverosímil que parezca, le hizo el más feliz de los hombres.
Verne, Julio (1872). La vuelta al mundo en 80 días
A pesar de lo lineal del relato, el final no decepciona, al contrario, demuestra que la contienda final entre el hombre y el tiempo estaba apenas por empezar.
La obra ha sido llevada al cine en dos ocasiones, la primera en 1956 donde el mexicano Cantinflas hace el papel de Picaporte y la segunda del 2004 con la participación de Jackie Chan.